El extraño almacén que un día llegó a Quito
María me dijo una noche de viernes que hagamos planes para el fin de semana y que entre esos planes había un itinerario que yo no podría negarme: ir a conocer los almacenes Zara.
No tenía idea de qué me hablaba, así que buscó en su I-Phone y apareció en la pantalla cantidad de imágenes de los almacenes Zara en Madrid y de la infinidad de novedosas prendas, accesorios y modelos femeninos y masculinos que vestían ropa de otro planeta.
Ese fin de semana fuimos a Zara en el Quicentro. Un lugar extraño donde quienes nos recibieron y atendieron eran una mezcla de muertos vivientes y de personajes asexuados, todos vestidos de traje negro, delgados, con el cabello parado gracias a un implacable gel, como si fueran protagonistas de alguna serie que mezque los argumentos de las series Walking Death y Crepúsculo.
Todos chicos. Ninguna chica. Decenas de hombres, escasas mujeres con ropa informal, como cualquier ciudadana normal (¿), ubicadas en las cajas frente a las cuales hacían largas filas los flamantes compradores de una ropa extraña, muy parecida a la que usan los dependientes que pululan por el almacén.
Después de aquel shock visual fui acostumbrándome a Zara. Primero, algo temeroso, venciendo los prejuicios. Luego, acompañando a María. Y, finalmente, comprando algo para mí. Eso sí, siempre, cuidando de no parecer personaje de Walking Death ni Crepúsculo.